Llevamos unos meses un poco limitados
en todos los aspectos, un puñetero virus ha puesto en jaque a la especie más
destructiva del planeta.
Y a medida que ha ido pasando el
tiempo me he autoconvencido de que sería un cambio social a nivel mundial que
nos haría más humildes, menos destructivos, más solidarios.
Y al principio fue así, la tierra parecía
agradecer el parón, la vegetación hacía suyo el territorio que siempre lo fue,
los animales campaban a sus anchas, con prudencia y sorprendidos, incluso la
capa de ozono se reconstruyó (un poco). Los vecinos se volvieron comunicativos
y comenzaron a ser lo que siempre entendí por la palabra vecino. Se preocupaban
los unos por los otros, se ayudaban, se facilitaban las cosas. La mayoría de
ellos, ya sabemos que hay siempre alguien que nació humano porque en aquel
momento ningún moho estaba infectado de pus, si no hubiera nacido pus, ese
capaz de infectar el moho.
Incluso nos pusimos de acuerdo para
olvidar nuestras diferencias sociales, políticas, raciales, religiosas… y hacer
algo todos juntos, aplaudir a las ocho de la tarde (los había con ansias y empezaban
a las ocho menos dos minutos, pero eso es otro cantar). Aplaudíamos a todas
esas personas que se jugaban el tipo por los que nos quedábamos en casa, los
que con sus trabajos y dedicación nos cuidaban y nos permitían a los demás
llevar una vida confinada, pero más o menos cómoda y segura. Y aplaudíamos por
nosotros, por seguir sintiéndonos parte de la comunidad.
Nos dimos cuenta de que la libertad de
la que antes gozábamos sin darnos cuenta era importante y muy deseable. Nos
dimos cuenta de que no echábamos de menos las cosas materiales, si no el
contacto con nuestros seres queridos, poder tocarlos, besarlos, abrazarlos, la tecnología
nos permitía verlos, pero no era suficiente.
Claro que aquello de echarnos una mano
para ayudarnos, con el paso de las semanas, fue convirtiéndose en echarnos una
mano al cuello, actitud azuzada por nuestra clase política. Por parte de esa
clase política, para ser justa.
Las buenas palabras se convirtieron en
descalificaciones y dedos acusadores. Los actos solidarios retomaron su color anterior,
y se volvieron actos que intrínsecamente eran un rechazo a toda aquella persona
que no pensara como yo, no actuara como yo y no odiara como yo. Volvíamos a ser
la especie más destructiva que habitaba el planeta.
Claro que todo esto son reflexiones
generalizadas, y no me gusta generalizar, aunque en ocasiones es imposible no
hacerlo.
Particularmente, he vivido todo esto, con
mucho escepticismo al principio, luego con una tristeza que parece haber acampado
en mí, y finalmente con más miedo que vergüenza, no por el virus en sí, si no
por mi condición humana.
Durante las primeras semanas, durante
el confinamiento puro y duro, trataba de mantener rutinas diarias, contactar
con mis amigos, mi familia, y tener acopio de paciencia que parecía que iba a
necesitar. Me preocupaba que mis vecinos estuvieran bien, y no les faltara de
nada, dentro de mis posibilidades. En casa teníamos ritmo de día, actividades
juntos, actividades individuales, nuevos hábitos. Parecía que el nuevo
engranaje forzado funcionaba.
Claro que no todo iba a ser tan fácil.
Acostumbrarnos a todo esto no fue cómodo, pero no quedaba otra, y durante todo
este tiempo nos acostumbramos a lo “malo” y también descubrimos nuevas costumbres
“buenas”.
El “problema” vino cuando empezamos a “desescalar”,
a nivel territorial y a nivel psicológico. Podíamos empezar a salir a la calle
para dar pequeños paseos ¡bien! Eso significaba que nuestra libertad estaba
regresando. Así que nos entró la prisa, queríamos salir, queríamos entrar, queríamos…
queríamos volver a lo de antes; y aunque en nuestros fueros internos sabíamos que
el virus lo había cambiado todo y que no volveríamos a lo anterior, lo queríamos.
Mis vecinos empezaron a comportarse
como siempre, “buenos días” de casualidad, porque me he encontrado contigo en
las escaleras. Nada de “¿cómo estás?” o “¿necesitas algo?”. Una vecina y yo, habíamos
estrenado la buena costumbre de compartir ciertas partes de la compra de la frutería,
ambas no llegamos a fin de mes holgadamente, por decirlo de forma delicada. La frutería
que ambas frecuentamos es barata por que llevas ofertas de grandes cantidades,
así que durante el confinamiento yo compartía con ella parte de mi compra y
ella conmigo (así no nos veíamos obligadas a tirar nada porque se hubiera puesto
malo). Ayer fui a hacer compra a la frutería, y preparé una bolsa para llevársela.
Cuando se la entregué me dijo: “me voy a enfadar, no es necesario que sigamos
haciendo esto”. Allí dejé la bolsa y tristemente bajé a mi casa. A partir de ahora
compartiré la compra con mi conciencia.

No entiendo, y es un simple ejemplo
que podéis extrapolar a la política, a la educación, a la sanidad, a la
sociedad en general; en este y en cualquier otro tiempo.
Por suerte, o por desgracia, seguiré
manteniendo mis buenas costumbres siempre que no ofendan o enfaden a nadie
implicado. Seguiré compartiendo lo que tengo, seguiré preguntando “¿cómo estás?
¿necesitas algo?”; seguiré ofreciéndome para echar una mano; seguiré estando
ahí…