
Los
padres de Lía murieron durante la segunda ola, aún funcionaba el hospital de la
ciudad, pero se negaron a acudir.
El día que se dieron cuenta que estaban
infectados se encerraron en casa. Todos los días sin excepción, subían a la
terraza mientras Lía limpiaba y hacía la comida.

Lía observaba
por la ventana que acababa de cerrar antes de irse, sabía que la ventilación
era esencial, que se tomaran la medicación. Mientras regresaba a casa se
autoconvencía de que aquello iba a salir bien, se recuperarían y volverían a
volverla loca otra vez.
Las semanas fueron pasando y su recuperación tardaba en
llegar. La fiebre había cedido, pero los ataques de tos y la sensación de ahogo
seguían presentes. Lía había ido consiguiendo el tratamiento en las farmacias
de los pueblos cercanos, pero sabía que ya no era suficiente. El miedo se había
apoderado de su día a día, y el momento más terrorífico era cuando de camino a
casa de sus padres empezaba a vislumbrar la terraza, un suspiro, cada día más
sentido, acompañaba su saludo ¡buenos días!
No
quería ser consciente que un día ese pequeño gesto ya no lo podría hacer.
La
primera en empeorar hasta no poder caminar fue su madre, no era capaz de
mantenerse en pie, así que Lía la levantaba, la duchaba, la llevaba a la
entrada para que le diera un poco el sol, mientras ella aireaba la casa, la
desinfectaba, y hacia la comida. A veces todas esas tareas las hacía mientras
su padre la seguía por toda la casa pidiéndole, rogándole que se fuera, que
ellos se las podían arreglar solos, no quería que Lía se infectase. Cuando
salía de allí se daba una ducha obsesiva fuera de la casa. Habían instalado
en la parte de atrás, junto al garaje, una alcachofa que también servía para
regar algunas plantas aromáticas que crecían junto al murete. Lía
necesitaba unos minutos para recomponerse y el agua fría en pleno febrero la
ayudaba a sentirse viva. Entraba en casa con una sonrisa a veces tan forzada
que más que sonrisa era una macabra mueca.
Los
días pasaban, pero los abuelos no mejoraban, les costaba hasta tragar el caldo
que Lía les hacía a diario, habían perdido mucho peso y la fiebre había vuelto.
El día transcurría entre estados de dolorosa conciencia y dulce
semiinconsciencia.
El 2
de marzo de 2021, en plena segunda ola, Lía encontraba a sus padres muertos,
agarrados de la mano, cada uno en su sillón y con las mascarillas puestas.
Habían sido muy conscientes que eran sus últimas horas. Sobre la mesa, un sobre
con su nombre, aún en el umbral de la puerta trató de alcanzarlo con mano
temblorosa, no alcanzaba ni siquiera a tocarlo, pero sus piernas se negaban a
moverse. Se dejó caer y se apoyó en el quicio de la puerta; se abandonó. Lloró
en silencio, hasta que los gritos, sus gritos la hicieron reaccionar.