
Claro
que la situación fue a peor, muchas personas tenían tantas ansias de volver a
la normalidad anterior que olvidaron todo lo que habían pasado, sobre todo si
ninguno de los muertos era suyo. El olvido y la sensación de falsa seguridad
hicieron verdaderos estragos en la vida habitual de la gente. Las mascarillas
pasaron a ser un gesto de educación social, nada más, así que muchos dejaron de
ser educados. La distancia social se fue acortando a medida que el contacto
social fue creciendo, la distancia desapareció. Volvieron los besos a las
presentaciones, los abrazos y los apretones de manos, la exaltación de la
amistad recién hecha. Los geles hidroalcohólicos pasaron a ser un producto
utilizado por los absurdos hipocondríacos que fueron desapareciendo de la vida
social. Todo se relajo tanto que la vida anterior a la pandemia parecía haber
regresado con muchas ganas.
Lía
continuo con su plan, si tenia que comprar dos botes de garbanzos metía tres en
su carro, uno para su pequeño acopio. Poco a poco su despensa estaba a rebosar.

Las
semanas fueron pasando y las promesas de reforzar y mejorar la sanidad y preparar
la educación para otros posibles escenarios similares empezaron a esconderse en
el fondo de los cajones de los gobernantes. Primaba activar la economía, todos
querían ganar lo mismo que antes de la primera ola. Seguramente querían ganar más.
No importaban las prioridades sanitarias, aquellas que los salvaron durante la
primera arremetida del virus, querían que la gente gastase, saliese, viajase y
perdió importancia el cuidarse.
Los
primeros en levantar la voz de alarma fueron los sanitarios, cada día llegaban
más casos que prometían ser casos infectados por el virus, aunque no se hacían pruebas.
Los ingresos de personas de todas las edades aumentaban a cada hora que pasaba,
pero las autoridades no querían espantar al turismo, ni las inversiones de
empresas extranjeras, no querían que el consumo bajase, no podían permitirse
que la circulación del dinero se ralentizara de nuevo. Así que callaron, y
trataron de silenciar las voces de alarma que empezaban a sonar.
Los
hospitales empezaron a sufrir la escasez de camas y de medios para proteger a
sus trabajadores. Algo que sin remedio se convirtió en una macabra espiral de
decisiones.
Lía
se había puesto en contacto con Peña, la dueña de la casa del pueblo donde vivían
sus padres, y había llegado a un acuerdo con ella. Peña prefería que la casa
estuviera habitada, Lía solo tenía que cubrir los gastos y estar dispuesta a
marcharse si aparecía un comprador.
Cuando
tuvieron las llaves en la mano, descubrieron que la casa era mucho más de lo
que a simple vista se veía y tantas veces habían curioseado. Es cierto que el
jardín estaba descuidado, los arboles frutales necesitaban una buena poda, la
cerca de piedra que la rodeaba se había derruido en algún tramo, los postigos
de las ventanas pedían a gritos una reparación, pero seguía teniendo el misterio
que siempre había embrujado a Lía. El interior, los sorprendió, no se
imaginaron jamás que la casa fuera tan grande, la planta principal tenía cocina-salón,
dos cuartos de baño, una despensa con un gran arcón congelador que Peña les cedía
gustosamente y cuatro amplias habitaciones. Todas ellas daban a un curioso
patio interior que en otros tiempos fue un corral y que albergaba un pozo que
suministraba agua a la casa. El antiguo sobrado lo habían convertido en un
falso desván muy bohemio, forrado en madera y con parte del techo acristalado.
Pero quizás lo que más les sorprendió fue que la casa tenia bodega. Una gran
bodega en un estado magnífico y con una salida en la parte posterior del jardín,
independiente de la casa. Un garaje para dos coches grandes, adosado a un
lateral remataba la planta de la casa. Necesitaba una buena limpieza, algunas
reparaciones y muebles, pero los electrodomésticos estaban, incluso un gran
generador. El sistema de calefacción era radiante y dependía de una chimenea
que había en una esquina del salón. Era una gran casa, alejada de la ciudad y a
un minuto de la casa de los padres de Lía que se hacían mayores y muy
vulnerables por momentos.

Y a
medida que todo avanzaba, todo avanzaba, incluido el virus que parecía haber
acelerado su proceso para propagarse. Las noticias que llegaban de otras partes
del país eran desoladoras, miles de muertos, muchos de ellos en sus casas sin
poder ser atendidos. Los hospitales hacían llamamientos a la ciudadanía, ya no pedían
sanitarios pedían voluntarios que quisieran echar una mano, se atendía a los enfermos
en los pasillos, en las entradas a los hospitales, el personal no volvía a
casa, vivían en el hospital hasta que enfermaban y si aún quedaba alguien en su
casa se retiraban a morir allí. Los desplazamientos estaban prohibidos entre
zonas de diferente color, solo se movían las mercancías de primera necesidad,
menos en las zonas negras, allí ya no entraba ni salía nada, ni nadie. El
ejercito custodiaba las carreteras y malvivía en tiendas de campaña.
Lía
y sus hijos, habían recogido sus últimas pertenencias de su casa en la ciudad unas
semanas atrás y se habían instalado definitivamente en su pequeño gran refugio.
Cultivaban un pequeño huerto, incluso habían restaurado un pequeño invernadero que
los padres de Lía habían conservado por motivos más sentimentales que prácticos,
que les permitiría seguir cultivando en invierno. Las conservas de Lía
comenzaron a ser esenciales y dejaron de ser motivos de burla para sus hijos.
Los
anuncios del gobierno del país eran desoladores. El confinamiento era total,
solo se permitía salir de casa una vez a la semana para comprar productos que
cubrieran las necesidades básicas y medicamentos. Si tenías síntomas de estar
infectado debías ponerte en contacto con las autoridades sanitarias, ellas te facilitarían
medicación. Si alguien moría en casa debías notificarlo a las autoridades,
ellas se encargarían de recoger el cuerpo y cremarlo.

La segunda ola fue tan poderosa que no solo colapso
el sistema sanitario, colapso la vida humana en la tierra.
Lía
y sus hijos sobrevivieron a la segunda y a la tercera ola por haber jugado a
tener un plan alternativo, un plan que construyeron entre risas y juegos de
cartas durante el primer gran confinamiento.