lunes, 19 de septiembre de 2011

... en fin


Ahora que el tiempo sigue pasando al mismo ritmo que lo hacia cuando nuestros padres eran pequeños, o cuando nuestros más antiguos antepasados tenían tiempo de sentarse debajo de un árbol y disfrutar de su tiempo.
Ahora que la tecnología nos facilita el trabajo, las compras, los fastidiosos trámites bancarios, la relación con los profesores de nuestros hijos, las relaciones sociales y las de pareja…
Ahora es cuando más estresados, menos felices y más enfadados estamos con el mundo. ¿Qué está pasando? ¿Hemos perdido esas habilidades que tanta satisfacción procuraron a nuestros ancestros? ¿Estamos realmente evolucionando? O por el contrario, ¿estamos involucionando?

Nuestras relaciones de pareja se han convertido en machacantes sesiones de perfeccionismo. Tienes que estar perfecta: el pantalón bien planchado y por supuesto de esta temporada; los labios pintados con el último grito en pintalabios con efecto tatuaje; los complementos (¡oh! ¡Los complementos!) sin los cuales es como si llevaras un saco por encima… Todas tenemos que tener largas y lisas melenas color chocolate (un precioso color, igualito que el antiguo marrón oscuro); una figura fina, sin redondeces en las caderas, todas iguales. Así que cuando vamos de compras, las primeras tallas que desaparecen son las mismas…
…Ya estoy cansada y aún no ha llegado el momento de la cita, del encuentro con la persona que te gusta, con la que solo quieres pasar un buen rato y con la que mantendrás una conversación de besugos para decidir donde encontrarnos…

¿De verdad son necesarios todos estos envoltorios para poder mantener una relación de pareja sana? Si lo pienso racionalmente, no es necesario o al menos no debería serlo.
Aunque después de pensarlo, mis miedos más superficiales hacen su aparición. Me compraré esos pantalones tan monos que he visto, y aquel lápiz de labios y luego decidiré cuando lo llamo para quedar a tomar una caña.

La cita, glorioso momento.

Llevas casi todo el día imaginando y creando fantasiosas conversaciones, el encuentro, su aspecto… todo. Y la otra parte del día, restaurándote; alisándote el pelo; poniéndote la mascarilla facial que anuncian para chicas de tu edad y que no hace milagros, pero que hará que te veas (y te vean) fabulosa; depilándote, por si ocurriera algo; probándote camisas y camisetas con tus pantalones nuevos; hidratándote con aquella leche que olía tan bien y era tan cara; maquillándote (aquí si que podría asegurar que algunas hacen un magnífico trabajo de restauración)… cuando miras el reloj, sólo te quedan cinco minutos para llegar al otro extremo de la ciudad, en hora punta, y piensas “ no he sido puntual en toda mi vida, no voy a serlo en la primera cita, ¡que se acostumbre!”. Cuando llegas, tu cita tiene cara de “no pensará que voy a esperar siempre” y voz de “acabo de llegar, no te preocupes”. Tomáis algo en la barra mientras preparan vuestra mesa. Las primeras conversaciones de una cita suelen ser atropelladas y muchas veces forzadas a fin de evitar los “¿incómodos?” silencios. Vuestra mesa esta preparada. ¡Ya era hora! Os entregan la carta y allí, ante tus ojos, está el gran dilema, pedir algo ligero, poca cosa; o por el contrario pedir el chupetón, ya que estáis en uno de los restaurantes con mayor fama por su carne. De repente, te oyes diciendo “una ensalada normal y el panaché de verduras del tiempo”. ¡¡Con lo que te apetecía aquel chuletón!!
A medida que va transcurriendo el tiempo, descubres que la persona que tienes sentada en frente, tienen un pequeño tic y una manera peculiar de coger la copa de vino, y por momentos sientes que llevas viendo aquello toda la vida y no lo puedes soportar más, a pesar de ser encantador; agradable; de fácil conversación, una vez roto el hielo; con unos ojos misteriosos; manos maravillosas y culo bien formado. Pero a pesar de todo eso, la única imagen que prevalece por encima de las demás, es su pequeño “defecto”. Cuando habéis terminado de cenar, te encuentras algo mareada y terminas tu primera cita precipitadamente.
Al día siguiente, cuando te sientas en la cafetería de siempre, con tus amigas de siempre y la conversación de siempre (después de una primera cita), dices: “no era para mi, levantaba el dedo meñique cuando cogía la copa, ¡¿te imaginas?! ¡Levantaba el dedo!”

¿Realmente somos capaces de no fijarnos en las facetas positivas, agradables de una persona por un pequeño defecto? ¿Dejamos escapar una posible relación por un mínimo detalle sin importancia y que seguramente con el tiempo se convertiría en encantador? ¿Juzgamos a la gente por su forma de andar o de subir las escaleras? ¿Miramos al espejo y juzgamos de igual manera?

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