lunes, 29 de junio de 2020

Nuevos tiempos...


Nuevos tiempos se avecinan. Nuevos retos, nuevos intentos de ser felices, nuevos estilos de vida, nuevos trabajos, nuevos métodos políticos, nuevos sueños, nuevas costumbres, nuevas metas, nuevas…


Parece que la naturaleza es capaz de pararnos en seco y podemos aprender de ello.




(A veces me pregunto qué más tenemos que hacerle para que nos extinga, pero eso es otra historia).


Antes, antes llenábamos nuestras casas, nuestras calles, nuestros montes, nuestros mares de basura, botellas de plástico, vertidos nauseabundos, incluso electrodomésticos desechados, móviles, colillas de cigarrillos, o simplemente el envoltorio del bocadillo que nos comíamos mientras descansábamos en mitad de la ruta que estábamos haciendo porque teníamos conciencia (casi) ecológica y nos gustaba salir a disfrutar de la naturaleza.


Ahora, ahora que somos (un poquito) conscientes de lo vulnerables que somos y que si ella (la naturaleza) quiere, nos puede aplastar en cuestión de semanas con un bichito chiquitín; que, además he de suponer, que no le ha costado mucho crear.
Ahora, ahora llenamos nuestras casas de productos mucho más respetuosos con el medio ambiente; no generamos y abandonamos nuestra basura en cualquier sitio. Ahora nos replanteamos nuestras formas de vida y cuestionamos el consumismo agresivo en el que hemos involucionado. Debatimos sobre si las necesidades que creemos reales son tan exacerbadas como para explotar todos los recursos que manejamos hasta dejarlos exhaustos. Ahora sabemos que para cuidarnos a nosotros mismos el que tenemos enfrente también tiene que cuidarse. Ahora nos preocupamos por las verdaderas necesidades, reales, no por las que hemos ido creando y haciendo de todos.

Claro que el ser humano parece estar programado para olvidar, y lo entiendo, si una madre recordara solo y exclusivamente el dolor del parto, nos abríamos extinguido hace mucho tiempo, pero las madres recordamos el momento de tender los brazos para acoger la nueva vida y repetimos. Olvidamos los malos momentos o al menos los suavizamos, y quizás tendríamos que empezar a programarnos para generar una alarma que nos recordara que, a veces, por supervivencia, hay que rememorar la crudeza, el sufrimiento, la crueldad o el dolor de los malos instantes, para seguir aprendiendo de ellos y evitar repetirlos (o al menos saber enfrentarlos de forma más eficaz si se repiten).

Me separé hace muchos años. Fue una separación dura, llena de sufrimiento y dolor por ver que la vida, la mía y la de mis hijos, no era compatible con el amor que le profesaba a la persona con la que había intentado construir una familia. Tuve que elegir entre una cosa y la otra. Acerté en la decisión, pero fue muy complicado tomarla, tanto que aún hoy por hoy, después del tiempo transcurrido, en los momentos de mayor desesperación (que los tengo) me replanteo aquella decisión y tengo que recordarme a mi misma que mi vida y la de mis hijos era (y es) más importante que el amor que sentía por aquella persona. Esa alarma, la cree yo, dentro de mi para salvarme una y otra vez de mi pasado, de aquel pasado.

Quizás el ser humano tenga que generar en la especie, una alarma que le salve de si mismo, una alarma que se vuelva atávica y nos proporcione seguridad, esa que nos permita seguir sintiéndonos pequeños y privilegiados por el simple hecho de vivir. Esa que nos muestre que las necesidades básicas son simples y tenemos (todos) el derecho a tenerlas cubiertas y la obligación de que todos las podamos cubrir. El resto de las mal llamadas necesidades que cada uno decida si realmente es necesario cubrirlas con premura o simplemente son pequeños lujos, que quizás no sean más que deseos generados artificialmente.
Estamos en ese “ahora”, tenemos (otra vez) una nueva oportunidad; nosotros decidimos, como especie, si queremos aprender y salvaguardar la vida o preferimos seguir comprando papeletas para nuestra extinción.
Un individuo rediseñando un pequeño aspecto de su vida genera un cambio, y por suerte todos tenemos ese poder, quizás sea hora de empezar.

miércoles, 24 de junio de 2020

¿Todos a una?


Debajo de las rocas de las cuevas de nuestro planeta, aún crecen humanos que creen fervientemente que son poseedores de la verdad y poder absoluto. Ellos son los auténticos conocedores de cómo deben pensar, cómo deben actuar, a quién deben amar, incluso como se deben sentir sus conciudadanos, sus vecinos, sus amigos, sus familias…
Siguen creciendo personas que si son o se sienten criticadas por su argumentario (recalcitrante, corrosivo, iracundo, retrogrado…) no dudan en enarbolar la bandera de la libertad de expresión (de la que gozan por vivir en un país democrático) y corregir a quien se atreva a dar una opinión diferente a la suya; porque siguen pensando que toda aquella persona que no piensa, siente, critica, vota o grita igual que ellas es un “enemigo” y no merece “vivir” .
Lo que realmente añoran son regímenes anteriores. Echan de menos la bota en el cuello, siempre y cuando ellos sean los poseedores de la bota.
Ahora, se hacen dueños de banderas y patriotismos, y refunfuñan por que los demás no nos identificamos con esas banderas o esos patriotismos. Aclaman símbolos utilizados en repulsivos actos de barbarie contra la misma especie y se golpean el pecho perpetuando así el símbolo que atesora que la evolución humana es real y el eslabón perdido permanece entre nosotros; aunque, no siempre, el ritmo de la progresión evolutiva llegó a todos los individuos por igual.
Muchas de estas personas que se ocultaban bajo las piedras, eran, aparentemente, demócratas, pero en su fuero interno añoran otro sistema menos permisivo sobre todo con aquello con lo que no están de acuerdo o simplemente les molesta. Antidemócratas disfrazadas de pseudo jueces poseedores de una verdad despótica que siempre esperan que el “oponente” se muestre empático con los débiles, con los marginados, con los oprimidos, con los desahuciados, con los ciudadanos… para sacar su batería de fotos y explicaciones y poder blandir su dedo acusador.

(Siempre me acuerdo de mi pediatra y luego médico de cabecera, Don Aurelio, con su cigarrillo en la boca mientras me decía, “haz lo que te diga, no lo que me veas hacer”).

Estamos a las puertas de una crisis a nivel mundial, una crisis que quizás no hallamos sufrido antes, una crisis económica, sanitaria y social. Y ahí están, saliendo de entre los peñascos, preparándose (calentando) para hacer leña de todos los arboles caídos.
Curiosamente nunca suman, siempre restan. No tienen una idea que englobe a todos, siempre empiezan con un “nosotros” que no incluye al de enfrente.
Y simplemente estoy hasta las narices de ignorar sus comentarios, sus falaces historias, sus excusas, sus malas artes, sus orgullos mal entendidos, su falta de rigor y de principios. Estoy harta de que inventen o retuerzan la realidad para que les sea propicia; estoy cansada de sus manipulaciones. Realmente creen que si repiten una mentira muchas veces se va a convertir en verdad, y es muy probable que ensucie oídos de gente de bien, pero será mentira siempre.

No soy tu enemiga por mi falta de creencias religiosas, por suerte creo en las personas.
No soy tu enemiga por mi color de piel, o por mis ojos rasgados, o por mi aspecto desaliñado.
No soy tu enemiga por expresar mi opinión o manifestarme en contra de injusticias o a favor de mejoras sociales.
No soy tu enemiga…

Las lecciones de moralidad o ética son una falacia en medio de toda esta situación convulsa. Pero algo que siempre (me) funciona; es ponerse(me) en el lugar del otro.

Si no lo quiero para mí; no es válido (para nadie).
Si no lo quiero para mis padres, mis tíos, mi abuela; no es válido (para nadie).
Si no lo quiero para mis hijos; no es válido (para nadie).
Si no lo quiero para mis amigos; no es válido (para nadie).
Si no lo quiero para mi gente; no es válido (para nadie).

Así que, si no es válido para los míos, no es válido para nadie. Y hay que mejorarlo hasta que lo sea. Creo que es muy fácil de entender; quizás un poco más complicado llevarlo a la práctica, pero no imposible. 

Quizás (y solo digo quizás) sea hora de abrir un poco la mente, no dejar que el miedo a lo desconocido o diferente bloquee la evolución.

martes, 16 de junio de 2020

Estos días, estos momentos...



Ana sale de su turno de noche, que se ha alargado casi 24 horas, exhausta, se mete en su coche y llora.
Hoy ha sido uno de los peores días de su vida, ha tenido que ver como morían dos personas entre sus brazos. No estaban solos, estaban con ella, pero ella piensa que solo es una enfermera que “pierde” un poco de su tiempo en agarrarles la mano, en tranquilizarles, en decirles que no están solos, que hay una desconocida a su lado.
Cuando su llanto se tranquiliza un poco, Ana arranca el coche, se dirige a su casa. Allí le esperan sus hijos. Cada vez que entra por la puerta se le encoge el alma, no sabe si esta vez viene acompañada por el maldito virus.
Al principio de la pandemia, les propuso bajar una cama al garaje cerrado del sótano; se enfadaron tanto con ella que no lo volvió a mencionar. No querían que su madre sufriera más de lo que ya era evidente que estaba sufriendo, y no por realizar su trabajo, si no por la dureza de la situación. Así que, ahora, cada vez que entra en su humilde casa tiene un protocolo que ya ha interiorizado. Llaves y bolso a la caja de plástico que desinfectan sus hijos cuando ella se va. Abrigo a la percha que cuelga de un clavo que han puesto en la pared para que no toque nada. Zapatos a otra caja que sufrirá la misma desinfección que la anterior. Y directa al baño, donde toda su ropa irá directamente a la lavadora. Ana se mete en la ducha y se frota casi compulsivamente el cuerpo. Cuando sale sus hijos la abrazan, son muy conscientes que sus duchas de 20 minutos son de agua, lágrimas, jabón y sollozos. Su cena está esperándola sobre la mesa, y sus hijos se sientan a tomar un tazón de leche caliente y galletas. Quieren estar con ella, contarle cómo les ha ido el día.
“Hemos hablado con los abuelos, están muy bien, te mandan muchos besos. Hicimos videollamada con los primos, están un poco cansados de estar en casa, pero han improvisado una mesa de pin-pon en el salón, la tía no sabe si quejarse o unirse a ellos…”

Ana se mete en su cama con las sábanas limpias, todos los días sus hijos las cambian, no por miedo, porque saben que uno de los pequeños placeres de los que su madre disfruta es el de las sábanas recién puestas. No ha terminado de apoyar su cabeza en la almohada y el despertador está sonando. Un café rápido, besos de buenos días y abrazos de ánimo. Su coche, el trayecto, el hospital… El “uniforme” y sus nuevos pacientes, algunos de los que dejó anoche en sus camas, hoy ya no están. A media mañana necesita parar un momento no se encuentra demasiado bien, hoy el dichoso traje de protección le esta dando más calor del habitual y le está costando respirar.
18 horas después, Ana ocupa una de las camas. Intubada, boca abajo y sola. La doctora le dejó hablar con sus hijos y explicarles lo que pasaba. Ellos ya sabían cómo tenían que actuar, ya lo habían hablado días antes, de lo que no habían hablado era de la impotencia, de la incertidumbre, de la duda de si esas serían sus ultimas palabras. La doctora había prometido llamarles todos los días.
Ana tenia miedo, por todas esas sensaciones encontradas que ahora se planteaba, no podría despedirse de sus hijos, ni ellos de ella, la próxima vez que la “vieran” sería unas cenizas en una urna, ¿cómo iban a superar esto? ¡Maldita profesión! Aunque ella sabía que había nacido para ser enfermera, más que un trabajo era vocación.
Una semana después la pasaron a planta, había superado la primera parte, ahora había que ir asimilando todo lo demás. Dos días después la mandaron a casa, allí debería estar aislada. Sus hijos ya lo habían preparado todo, también habían hablado de ello. Cuando llegó a su casa no pudo evitar derrumbarse al verlos, allí contentos de tenerla con ellos, con una sonrisa y algo demacrados.
Ana volvió al trabajo 20 días después, volvió a agarrar las manos de sus pacientes, volvió a su traje infernal, volvió a su rutina al entrar en casa, volvió a llorar, volvió…
Ella tuvo suerte, como muchos, y superó la enfermedad. Otros no corrieron la misma suerte. No estuvieron solos, estaban con ella, aunque ella solo es una enfermera que “perdió” un poco de su tiempo en agarrarles la mano, en tranquilizarles, en decirles que no estaban solos, que había una desconocida a su lado.


Imagino a Ana leyendo y corrigiendo mi relato. Cuando quiera, me sentaré con ella a escuchar toda la realidad, y toda la crudeza que he tratado de evitar.
Lo he escrito desde un profundo respeto por todas las personas que han perdido y están perdiendo la vida en esta pandemia; y con una enorme admiración por las personas que lo han superado y por sus familias.
Y por supuesto lo he escrito pensando en todas aquellas personas que olvidándose de sí mismas han cuidado de todas las demás, y han agarrado sus manos. ¡Gracias!


martes, 9 de junio de 2020

No lo entiendo...


Quizás algún día logre entenderlo, mientras tanto voy a tratar de explicármelo a mí misma…
Llevamos unos meses un poco limitados en todos los aspectos, un puñetero virus ha puesto en jaque a la especie más destructiva del planeta.
Y a medida que ha ido pasando el tiempo me he autoconvencido de que sería un cambio social a nivel mundial que nos haría más humildes, menos destructivos, más solidarios.
Y al principio fue así, la tierra parecía agradecer el parón, la vegetación hacía suyo el territorio que siempre lo fue, los animales campaban a sus anchas, con prudencia y sorprendidos, incluso la capa de ozono se reconstruyó (un poco). Los vecinos se volvieron comunicativos y comenzaron a ser lo que siempre entendí por la palabra vecino. Se preocupaban los unos por los otros, se ayudaban, se facilitaban las cosas. La mayoría de ellos, ya sabemos que hay siempre alguien que nació humano porque en aquel momento ningún moho estaba infectado de pus, si no hubiera nacido pus, ese capaz de infectar el moho.


Incluso nos pusimos de acuerdo para olvidar nuestras diferencias sociales, políticas, raciales, religiosas… y hacer algo todos juntos, aplaudir a las ocho de la tarde (los había con ansias y empezaban a las ocho menos dos minutos, pero eso es otro cantar). Aplaudíamos a todas esas personas que se jugaban el tipo por los que nos quedábamos en casa, los que con sus trabajos y dedicación nos cuidaban y nos permitían a los demás llevar una vida confinada, pero más o menos cómoda y segura. Y aplaudíamos por nosotros, por seguir sintiéndonos parte de la comunidad.
Nos dimos cuenta de que la libertad de la que antes gozábamos sin darnos cuenta era importante y muy deseable. Nos dimos cuenta de que no echábamos de menos las cosas materiales, si no el contacto con nuestros seres queridos, poder tocarlos, besarlos, abrazarlos, la tecnología nos permitía verlos, pero no era suficiente.
Claro que aquello de echarnos una mano para ayudarnos, con el paso de las semanas, fue convirtiéndose en echarnos una mano al cuello, actitud azuzada por nuestra clase política. Por parte de esa clase política, para ser justa.
Las buenas palabras se convirtieron en descalificaciones y dedos acusadores. Los actos solidarios retomaron su color anterior, y se volvieron actos que intrínsecamente eran un rechazo a toda aquella persona que no pensara como yo, no actuara como yo y no odiara como yo. Volvíamos a ser la especie más destructiva que habitaba el planeta.
Claro que todo esto son reflexiones generalizadas, y no me gusta generalizar, aunque en ocasiones es imposible no hacerlo.
Particularmente, he vivido todo esto, con mucho escepticismo al principio, luego con una tristeza que parece haber acampado en mí, y finalmente con más miedo que vergüenza, no por el virus en sí, si no por mi condición humana.
Durante las primeras semanas, durante el confinamiento puro y duro, trataba de mantener rutinas diarias, contactar con mis amigos, mi familia, y tener acopio de paciencia que parecía que iba a necesitar. Me preocupaba que mis vecinos estuvieran bien, y no les faltara de nada, dentro de mis posibilidades. En casa teníamos ritmo de día, actividades juntos, actividades individuales, nuevos hábitos. Parecía que el nuevo engranaje forzado funcionaba.
Claro que no todo iba a ser tan fácil. Acostumbrarnos a todo esto no fue cómodo, pero no quedaba otra, y durante todo este tiempo nos acostumbramos a lo “malo” y también descubrimos nuevas costumbres “buenas”.
El “problema” vino cuando empezamos a “desescalar”, a nivel territorial y a nivel psicológico. Podíamos empezar a salir a la calle para dar pequeños paseos ¡bien! Eso significaba que nuestra libertad estaba regresando. Así que nos entró la prisa, queríamos salir, queríamos entrar, queríamos… queríamos volver a lo de antes; y aunque en nuestros fueros internos sabíamos que el virus lo había cambiado todo y que no volveríamos a lo anterior, lo queríamos.
Mis vecinos empezaron a comportarse como siempre, “buenos días” de casualidad, porque me he encontrado contigo en las escaleras. Nada de “¿cómo estás?” o “¿necesitas algo?”. Una vecina y yo, habíamos estrenado la buena costumbre de compartir ciertas partes de la compra de la frutería, ambas no llegamos a fin de mes holgadamente, por decirlo de forma delicada. La frutería que ambas frecuentamos es barata por que llevas ofertas de grandes cantidades, así que durante el confinamiento yo compartía con ella parte de mi compra y ella conmigo (así no nos veíamos obligadas a tirar nada porque se hubiera puesto malo). Ayer fui a hacer compra a la frutería, y preparé una bolsa para llevársela. Cuando se la entregué me dijo: “me voy a enfadar, no es necesario que sigamos haciendo esto”. Allí dejé la bolsa y tristemente bajé a mi casa. A partir de ahora compartiré la compra con mi conciencia.

No entiendo que es lo que ha cambiado, no entiendo porque las buenas costumbres que hemos adquirido han de esfumarse.

No entiendo, y es un simple ejemplo que podéis extrapolar a la política, a la educación, a la sanidad, a la sociedad en general; en este y en cualquier otro tiempo.

Por suerte, o por desgracia, seguiré manteniendo mis buenas costumbres siempre que no ofendan o enfaden a nadie implicado. Seguiré compartiendo lo que tengo, seguiré preguntando “¿cómo estás? ¿necesitas algo?”; seguiré ofreciéndome para echar una mano; seguiré estando ahí…

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