martes, 16 de junio de 2020

Estos días, estos momentos...



Ana sale de su turno de noche, que se ha alargado casi 24 horas, exhausta, se mete en su coche y llora.
Hoy ha sido uno de los peores días de su vida, ha tenido que ver como morían dos personas entre sus brazos. No estaban solos, estaban con ella, pero ella piensa que solo es una enfermera que “pierde” un poco de su tiempo en agarrarles la mano, en tranquilizarles, en decirles que no están solos, que hay una desconocida a su lado.
Cuando su llanto se tranquiliza un poco, Ana arranca el coche, se dirige a su casa. Allí le esperan sus hijos. Cada vez que entra por la puerta se le encoge el alma, no sabe si esta vez viene acompañada por el maldito virus.
Al principio de la pandemia, les propuso bajar una cama al garaje cerrado del sótano; se enfadaron tanto con ella que no lo volvió a mencionar. No querían que su madre sufriera más de lo que ya era evidente que estaba sufriendo, y no por realizar su trabajo, si no por la dureza de la situación. Así que, ahora, cada vez que entra en su humilde casa tiene un protocolo que ya ha interiorizado. Llaves y bolso a la caja de plástico que desinfectan sus hijos cuando ella se va. Abrigo a la percha que cuelga de un clavo que han puesto en la pared para que no toque nada. Zapatos a otra caja que sufrirá la misma desinfección que la anterior. Y directa al baño, donde toda su ropa irá directamente a la lavadora. Ana se mete en la ducha y se frota casi compulsivamente el cuerpo. Cuando sale sus hijos la abrazan, son muy conscientes que sus duchas de 20 minutos son de agua, lágrimas, jabón y sollozos. Su cena está esperándola sobre la mesa, y sus hijos se sientan a tomar un tazón de leche caliente y galletas. Quieren estar con ella, contarle cómo les ha ido el día.
“Hemos hablado con los abuelos, están muy bien, te mandan muchos besos. Hicimos videollamada con los primos, están un poco cansados de estar en casa, pero han improvisado una mesa de pin-pon en el salón, la tía no sabe si quejarse o unirse a ellos…”

Ana se mete en su cama con las sábanas limpias, todos los días sus hijos las cambian, no por miedo, porque saben que uno de los pequeños placeres de los que su madre disfruta es el de las sábanas recién puestas. No ha terminado de apoyar su cabeza en la almohada y el despertador está sonando. Un café rápido, besos de buenos días y abrazos de ánimo. Su coche, el trayecto, el hospital… El “uniforme” y sus nuevos pacientes, algunos de los que dejó anoche en sus camas, hoy ya no están. A media mañana necesita parar un momento no se encuentra demasiado bien, hoy el dichoso traje de protección le esta dando más calor del habitual y le está costando respirar.
18 horas después, Ana ocupa una de las camas. Intubada, boca abajo y sola. La doctora le dejó hablar con sus hijos y explicarles lo que pasaba. Ellos ya sabían cómo tenían que actuar, ya lo habían hablado días antes, de lo que no habían hablado era de la impotencia, de la incertidumbre, de la duda de si esas serían sus ultimas palabras. La doctora había prometido llamarles todos los días.
Ana tenia miedo, por todas esas sensaciones encontradas que ahora se planteaba, no podría despedirse de sus hijos, ni ellos de ella, la próxima vez que la “vieran” sería unas cenizas en una urna, ¿cómo iban a superar esto? ¡Maldita profesión! Aunque ella sabía que había nacido para ser enfermera, más que un trabajo era vocación.
Una semana después la pasaron a planta, había superado la primera parte, ahora había que ir asimilando todo lo demás. Dos días después la mandaron a casa, allí debería estar aislada. Sus hijos ya lo habían preparado todo, también habían hablado de ello. Cuando llegó a su casa no pudo evitar derrumbarse al verlos, allí contentos de tenerla con ellos, con una sonrisa y algo demacrados.
Ana volvió al trabajo 20 días después, volvió a agarrar las manos de sus pacientes, volvió a su traje infernal, volvió a su rutina al entrar en casa, volvió a llorar, volvió…
Ella tuvo suerte, como muchos, y superó la enfermedad. Otros no corrieron la misma suerte. No estuvieron solos, estaban con ella, aunque ella solo es una enfermera que “perdió” un poco de su tiempo en agarrarles la mano, en tranquilizarles, en decirles que no estaban solos, que había una desconocida a su lado.


Imagino a Ana leyendo y corrigiendo mi relato. Cuando quiera, me sentaré con ella a escuchar toda la realidad, y toda la crudeza que he tratado de evitar.
Lo he escrito desde un profundo respeto por todas las personas que han perdido y están perdiendo la vida en esta pandemia; y con una enorme admiración por las personas que lo han superado y por sus familias.
Y por supuesto lo he escrito pensando en todas aquellas personas que olvidándose de sí mismas han cuidado de todas las demás, y han agarrado sus manos. ¡Gracias!


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