Habían
pasado días, todo lo escrito se revolvía contra ella, aquel cuaderno la seguía señalando
con el dedo. Las páginas manchadas de tinta no encontrarían más que un dulce
descanso en alguna de las estanterías de su habitación.
Escribía
para despojarse de la imagen que el espejo le devolvía, o al menos de la que
ella creía ver, autocríticas mal plasmadas, palabras que sacaban las uñas y la
herían sin control. Y el poder de las mismas era tal, que su cuerpo comenzaba a
sentirse enfermo. Nada llenaba su tiempo, la cámara lenta se había instalado en
su vida. Ni su trabajo, insano trabajo, ni su afición a la lectura, ni… nada.
Acurrucada
bajo las mantas mientras la fiebre acampaba con ella sin motivo aparente,
repasaba y regresaba a momentos vividos, a momentos inventados, a momentos
dolorosos, a momentos… y se marcaba pequeñas metas, para el día siguiente (con
permiso de la fiebre, claro está), para el fin de semana, para el mes
siguiente, para el año siguiente… pequeñas metas. Y cuando la decisión aún
estaba aflorando la necesidad acuciante de desaparecer diluida bajo aquellas
mantas cobraba vida…
…quizás
una ducha evitaría aquello que parecían ser pensamientos provocados por
delirios más que por razonamientos personales… las tiritonas hacían que
disfrutar del agua deslizándose sobre su piel fuera un mal relato erótico, se
obligó a mantenerse bajo el chorro de agua templada unos minutos más, su piel
erizada transmitía sensaciones contradictorias, salir o no salir, esa era la
decisión. El frío se apoderó de su cuerpo aunque el termómetro no estuviera muy
de acuerdo, treinta y nueve, un bonito número… Regresó de nuevo bajo las
mantas, sus dientes marcaban un ritmo desigual, atropellado, desesperante. Se
abandonó al tiempo, a las críticas, a las sensaciones, al cansancio… al sueño y
por fin logró que dos horas parecieran cinco minutos… de regreso a la cruda
realidad aquel bonito numero había reducido su importancia, treinta y ocho y
medio era un número de lo más común. Empapada en sudor se dirigió a la cocina,
necesitaba beber algo, aunque no le apetecía demasiado. Allí, encima de la mesa
blanca, estaba aquel cuaderno de pastas rojas, aquel malvado conjunto de
palabras que empezaban a resonar de nuevo en su cabeza, leyó las últimas líneas
mientras tomaba un sorbo de agua de un vaso desproporcionadamente grande… las últimas
líneas no eran más que producto de la fiebre que la acompañaba…
“…el
cartero había dejado un gran sobre en el buzón. No había remitente, una
etiqueta perpetraba su nombre de forma tan anodina que casi se sentía ofendida,
ninguna señal, nada. Publicidad, pensó mientras entraba en casa, dejó el correo
encima de la mesa del salón, encendió la calefacción, llenó una olla con agua y
un poquito de sal, sacó la ropa de la lavadora, encendió el ordenador, tendió
la ropa en el tenderete del pasillo, contestó una llamada de teléfono (esta vez
sí era publicidad), puso la pasta en el agua hirviendo… tras la comida se fumó
un cigarrillo sentada en los escalones del patio, sus hijos dormían la siesta
como siempre, y cuando regresó al salón vio de nuevo aquel sobre… encendió la
televisión, alguna cadena echaría una película decente… Abrió el sobre, no
entendía muy bien el contenido, de hecho volvió a comprobar que era su anodino
nombre el que estaba escrito en el sobre… un billete de bus a un pueblo que no
conocía y la reserva de una habitación en un pequeño hotel del mismo, unas
instrucciones extrañas le indicaban la fecha, la hora de una cena a la que
estaba invitada…”